Loreto B. Gala
Viajar sin dejar huella.

Hacía tiempo que mi marido y yo queríamos hacer un viaje fuera de nuestra cultura occidental. Algo que nos sacara de nuestra zona de confort y nos hiciera remecer desde dentro, acostumbrados a una rutina avasalladora, entre la empresa, las niñas, los colegios, la casa… Habíamos vuelto a esa rueda de la que tanto hemos estado huyendo, a la falta de ideas y de creatividad, lo que notábamos sobre todo en nuestro rendimiento laboral. Buscábamos inspiración. Llevábamos ya quince años de casados, catorce siendo padres, doce en la empresa y dieciséis juntos. Habían pasado tantas cosas todo este tiempo, tan emocionantes como intensas. Cambios de país, mudanzas, bebés, empezar una casa desde cero, fundar una empresa y solidificarla. La pandemia nos hizo viajar hacia el interior de nuestra familia, nos enseñó nuestras mayores virtudes pero también, nuestras mayores flaquezas. Nos enfrentamos cara a cara con nosotros mismos, como pareja e individualmente.
Mis repetidos abortos en tan poco tiempo me habían roto el alma, vivía con miedo al futuro, con una tristeza incomprensible. La llegada repentina del milagro que la ciencia me negaba me volvió a descolocar, dejándome otra vez sin entendimiento, sin palabras, literalmente muda. Yo necesitaba a gritos salir de toda esa masa deforme de cosas que se habían convertido los últimos años, y como familia de seis encontrarnos en medio del mundo. Nada mejor que irnos a una isla. Indonesia. A la naturaleza. Lejos de todo y de todos..
Y nada mejor que Bali.
La propuesta en realidad vino por el surf. Pero sobre todo, nos enfrentaba a lo que de pronto se había convertido en nuestro peor compañero: el miedo. Dejar que las cosas fluyeran solas, dejar de controlarlas. Cosas mundanas y que antes solíamos hacer, como volver a volar.
Veintiuna horas de vuelo con solo una parada de dos horas en el aeropuerto de Dubái. Eso era todo un reto, especialmente viajando con un bebé y tres niñas. Yo era incapaz de imaginarme arriba de un avión. La experiencia anterior de duelo me había enseñado a no prever, ni imaginar, ni planificar, ni soñar. Solo vivir el presente. Esto ocurre cuando tienes un trauma. No eres capaz de pensar en el futuro por si de golpe se tuerce. No podía visualizarme a mí misma con mis hijos cruzando el mundo entero. Pero tenía que crecer. Me tocaba dar el paso otra vez, dejar a la niña traumada en casa y coger las riendas de nuevo. Crecer es dejar fluir. Si no dejas fluir, no crece tu espíritu, se encapsula. Y eso era lo que me había pasado a mi.
Así que Bali era la excusa. Crecer era el objetivo.
Cuando una persona ha encontrado el estilo de vida que más le define, lo lleva consigo a todas partes, de lo contrario, al vivir en la incongruencia, se enferma el espíritu. El viaje a Bali durante dos meses enteros, tenía que ser vivido desde la misma posición austera y sostenible que ha definido nuestras vidas los últimos años. Pero parecía contradictorio. El sólo hecho de viajar en avión seis personas provocaba un impacto medioambiental muy alto, cómo iba yo a decir que vivimos de una manera sostenible y a la vez viajar por el mundo en avión. Algo teníamos qué hacer para revertir este desequilibrio, porque nuestra alma nómada se nutre al viajar. Así que, para empezar, decidimos pagar la huella de carbono de cada uno de nosotros por ir y volver a Bali en avión. Esto no solucionaba ningún problema pero al menos nos parecía lo más responsable. Por otro lado, nuestra alimentación principalmente vegetariana y de selección local, ya parecía ser un gran aporte para combatir el cambio climático, puesto que nuestra huella de Co2 es menor al prescindir de comer carne y al escoger productos de proximidad. Todos estos años de cambios para una vida más sostenible y el esfuerzo día a día nos da un poco de margen para poder viajar. Si lo hacemos también de manera respetuosa, responsable y consciente.
Pero no todo era el cambio climático. También tenía sentimientos encontrados con respecto a la educación en austeridad que llevaba poniendo en práctica. Bali era precisamente una isla que ofrece todo lo que un ser humano necesita para ser feliz: la naturaleza, una comunidad basada en el respeto, una alimentación basada en vegetales y frutas, deporte y espiritualidad. No se necesita mucho materialmente para ser feliz en Bali, y sin embargo, allí se encuentra el lujo, la vanidad, la supremacía de la cultura occidental frente a la asiática, el derroche y la banalidad. Hacer este tremendo viaje de dos meses con toda la familia tenía que dejar una huella en todos nosotros. Para eso escribí nuestros objetivos en una nota y lo hablé con ellos.
Una parte de estos objetivos eran en favor del medio ambiente, de la cultura balinesa y del austerismo. Sólo así este viaje tendría sentido.
El viaje en avión es un esfuerzo grande para todos, pero se sobrelleva bien porque prácticamente viajas persiguiendo la noche. La parada en el aeropuerto de Dubai fue un primer shock cultural. Luego de dos años de pandemia, saliendo por fin de nuestro cascarón en medio de la nada, viviendo en un pueblito cerca del bosque donde hay muy poco movimiento, ver tanta cantidad de gente, de golpe y en un mismo lugar te hace aterrizar en el mundo y tomar conciencia. Qué grande es el mundo y cuántas personas somos. Por supuesto, mientras cruzaba el aeropuerto que parecía una ciudad en pleno ajetreo a pesar de que eran las dos de la madrugada, empezaron mis preguntas retóricas “si cada una de estas personas aquí llevan una vida de espaldas al cambio climático, cómo nos extraña la crisis medio ambiental que tenemos? Somos una barbaridad de gente viviendo sin conciencia medioambiental, ni conciencia social.” es cuando empiezo a agobiarme, cuando veo que si no nos damos prisa, si no somos radicales, no le daremos la vuelta a este problema mundial.
Llegamos a Bali un poco antes del atardecer. Bajar del avión y sentir la sacudida de aire húmedo y cálido me llenó de emoción. Lo habíamos conseguido. Ahí estábamos los seis, habíamos cruzado medio mundo para ir a perdernos en una isla que desconocemos por completo.
Nos recibió el señor encargado de las visas, con una amabilidad contagiosa. Si hay algo que adaptamos rápidamente fue la sonrisa y la amabilidad de los locales. Son irresistiblemente amables, cariñosos y cercanos. Y esto a nosotros nos hace sentir como en casa.
Lo primero que me llamó la atención nada más llegar fue el olor a incienso. En realidad no sabía si aquello era incienso o qué tipo de esencia, pero me recordaba al olor que desprenden las Iglesias católicas en cuaresma. De vez en cuando entraba un soplo de aire como si se tratara de una bendición. Obviamente, estas sensaciones me las guardaba para mí, porque hablar de esto provoca risas en mi familia.
Fuera del aeropuerto nos esperaba un taxi y aquí dimos el pistoletazo a la vida balinense en toda su expresión. Siete personas metidas en un coche con cuatro maletas, dos tablas de surf, un cochecito y un capazo de bebé -porque Linus solo tenía cinco meses y aún no se sentaba- apretujados y con el aire acondicionado estropeado. Había que recorrer solo 20 kilómetros, que se convirtieron en dos horas de viaje. Dos horas más que se sumaban a las 21 horas que ya llevábamos viajando. Así empezaban los primeros desafíos “austeristas”: Vivir con paciencia. Presente. Sin prisas. No era urgente llegar, lo importante lo estábamos viviendo en ese mismo instante. Estábamos en medio de Bali, los seis, apretujados en ese coche, en medio del tráfico y del caos, de los ruidos, el calor, la humedad y éramos conducidos por alguien que apenas hablaba inglés y nos llevaba a un lugar donde no sabíamos identificarlo en un mapa. Y para todos, esto era sinónimo de felicidad.
La casa era tal y como nos habíamos imaginado. Esa mezcla balinesa, tropical y mediterránea. La cocina estaba abierta al aire libre, cubierta con un techo de cuerdas, bambú y paja. Una humedad sofocante pero que me llevaba al quinto cielo porque siempre me ha gustado el calor húmedo. Nos recibió un balinés (probablemente el hombre más amable que hayamos conocido hasta entonces). Vestido con un pareo nos enseñó la casa sin dejar de sonreír ni un segundo. Nos sentimos cuidados por él. Protegidos. Y os voy a decir por qué. Cada noche, cuando volvíamos de cenar, lo veíamos a él en frente de la puerta de nuestra casa, vestido con un Sarong (parte de abajo del traje tradicional balinés) y en su cabeza usando el conocido Udeng (una especie de cinta de tela que solo usan los varones) encendiendo incienso en un pequeño altar a la derecha de nuestra puerta de entrada. Se detenía en frente del altar y rezaba. A los pies de la entrada dejaba una ofrenda: Canang Sari. Una bandejita cuadrada hecha de hojas de Pandan, con diferentes objetos naturales y corrientes, como flores, galletas, tabaco, arroz, monedas … Cada obejto dentro de esta ofrenda honra al dios de la vida. A través del incienso y la oración se eleva la ofrenda hacia el cielo. Las ofrendas se colocan tres veces al día. De esta manera, nuestra casa y nuestra familia estaba siendo protegida por los dioses, honrada, cuidada y alejada de los malos espíritus, dia y noche.
Cada vez que veía a este hombre rezar delante de nuestra puerta y dejar la ofrenda hecha con tanta delicadeza, en mis adentros rezaba yo con él, le daba las gracias a Dios por dejarme vivir esta experiencia y pedía por la vida de este ser tan piadoso. La religión y la fe en Bali se vive con tanta naturalidad, sin tapujos, sin miedos, sin pudor, sin complejos, sin rivalidad. Se vive desde el amor y la bondad, porque la Gratitud está en el centro. La idea más cercana a mi filosofía de vida. No es de extrañar que un poco tiempo después descubrimos un lugar donde habían tres templos de religiones diferentes uno al lado del otro: una iglesia católica, al lado de una mezquita y al lado de un Templo Cristiano de Oración llamado “The House of Prayers of all Nations” y por supuesto, todo en un ambiente indonésico-hindú, porque en Bali hay templos hindús en cada esquina. Una vez más, volví a sentirme en medio del mundo. Los seis, en medio del mundo. Mi corazón que aún estaba cicatrizando tantas heridas quería rebosar de felicidad, pero estaba torpe. Como cuando un niño aprende a andar, que no sabe dónde poner las manos o cómo coordinar las piernas. Tenía que aprender a ser feliz de nuevo.
Bali me parecía un sueño. De hecho, teníamos la sensación de estar viviendo en un mundo paralelo, donde no sabes en qué día vives, qué hora es, dónde estás… y si es que de verdad existe lo que estás viviendo. Era como habernos quedado atrapados en un lapsus del tiempo. Mi marido y yo no dábamos crédito con los ojos y nos repetíamos una y otra vez: qué locura es que estamos aquí.
Cada mañana me despertaba en la habitación con Linus en pañales y entre mis brazos, en medio de una cama envuelta por una mosquitera blanca, en el fondo de una habitación de techos altos y de bambú. Era como despertar de un sueño. Me levantaba hacia el jardín, y aunque era muy pronto, sobre las siete de la mañana, la luz del sol ya estaba alta y la energía de la isla me invitaba a salir. A empaparme del suave calor de la primera hora de la mañana y ver que los cafés ya estaban ocupados por personas de caras sonrientes, especialmente las caras de los balineses. Es increíble cómo en cuestión de segundos puedes sentir a un desconocido como alguien que es parte de ti, porque ha dejado una huella en tu vida.
Nunca me había sentido tan abrazada, especialmente por las mujeres de esta isla. A donde íbamos se acercaban a mi, para ofrecer sus brazos: “You are a strong mama” me solían decir clavando sus ojos cálidos y oscuros y con una sonrisa tan ancha como sus corazones. Cogían a Linus para que yo pudiera descansar, tomar un café o simplemente porque los niños en Bali son muy queridos.
En todo momento nos sentimos muy arropados desde una fuente de amor genuina y altruista. Cuánta bondad hemos perdido en el mundo occidental. Ahora que hemos vuelto, cuánto echo de menos la calidez de sus ojos y la pureza de sus sonrisas.

Cuanto más íbamos conociendo a su gente más aumentaba nuestro deseo por cuidar de la isla y los objetivos que me había propuesto se volvieron fáciles de cumplir. Algo tan sencillo como es vivir conscientes del impacto que genera cada acción que hacemos, se vuelve más palpable en una isla como Bali. Es fácil ver la basura que generas o mejor dicho, la que puedes evitar generar. Ver que no existen contenedores, que difícilmente se recicla. Algo tan impactante como encontrar las playas y sus ríos llenos de desechos, plástico, latas de bebidas y todo tipo de residuos provocados por la mala gestión de los gobiernos y la falta de conocimiento por parte de los locales y turistas. De pronto surge la necesidad de tomar acción. Gestos pequeños que significan un mundo. A continuación os dejo ideas de cómo llevar esta conciencia medioambiental de viaje.
Nosotros no aceptamos pajitas de plástico para tomar refrescos. En realidad, ni de plástico ni de ningún tipo pues la idea es reducir el desecho. Parece algo de poca importancia, pero sin duda es importante, teniendo en cuenta que en un sitio tan caluroso y donde se pierde mucha agua sudando, estamos constantemente pidiendo refrescos, especialmente “young coconuts” que son espectaculares y reponedores. Para evitar el uso de las pajitas compramos unas de acero inoxidable y las llevamos a todas partes. Éramos insitentes en esta idea: “No straw, please”. A veces no entendían, a veces hasta se extrañaban, pero ese se día al menos cinco, diez o incluso quince pajitas dejaban de ir al mar. Nuestro impacto era menor.
Otra cosa que parece pequeña pero importante es el uso del papel higiénico. A estas alturas deberíamos saber que todo lo que se va por los desagües o tuberías acaba en el mar, por lo que todo el papel que usamos acaba en las desembocaduras de los ríos, en las playas y en las orillas del mar. Un verdadero desastre. Una acción tan simple como tirar el papel de water en la papelera, disminuye la contaminación de las aguas. Cuando lo pusimos en práctica, se convirtió en un hábito que curiosamente no entiendo por qué no se traslada al primer mundo.


Viajar a Bali ha de hacerse desde el respeto. A Bali y a cualquier otro sitio, por muy pequeño que se vea en el mapa. Viajar nos permite reconocer que el mundo es un regalo. Y que el mundo es nuestra casa.
Una manera de aprender a amar al mundo es conociéndolo. Y una manera de conocerlo es viajando. Por eso, en nuestra manera de ser, desde nuestra identidad como familia que es nómada queremos seguir conociendo el mundo. Y la mejor manera de viajar es conociendo la gente, su cultura y ser parte de ellos. En el caso de Bali es fácil. Los locales dejan sin problemas que entres a sus vidas, saben honrar su tierra y quieren darla a conocer. Teníamos claro que estos dos meses de inmersión en el mundo asiático debía ser auténtico. Buscamos diferentes talleres para que nuestras niñas conocieran nuevas disciplinas, personas de diferentes orígenes y por supuesto, devolver la mano a los balines por recibirnos y compartir con nosotros la grndeza de su isla, haciéndonos partícipes de su cultura y tradición.
Al ser una isla con una infraestructura poco desarrollada, pero con un clima tropical, la oferta de actividades al aire libre (o bajo techos de bambú) es muy amplia, con precios un poco por debajo a los europeos. Por esta razón y aprovechando el tiempo libre, decidimos apuntarnos a todos los talleres posibles. Capoeria, cerámica, acrobacia aérea en tela de seda, yoga, surf, estampación botánica y teñido vegetal, ceremonia del té, clases de cocina balinesa, permacultura.
Pudimos disfrutar de la comida autóctona en un taller de cocina local, de la mano del proyecto llamado Maukami . Durante 4 horas estuvimos cocinando en un trabajo colectivo guiados por una mujer llena de fuerza y sentido del humor, una gran embajadora de su isla que nos robó el corazón a todos.


Aprendimos sobre las flores, que algunas son comestibles y se pueden hacer infusiones. Aprendimos sobre cómo poner una mesa en Bali, donde nunca faltan las ofrendas ni la bendición de los alimentos. Aprendimos sobre el Pandan, una planta tropical típca de las islas asiaticas, con el cual se fabrican unas alfombras que se usan para todo, desde dormir, comer, trabajar, rezar o incluso trabajar. Nosotros nos enamoramos de este material tan natural y suave al tacto y tan gustoso a la vista. Con el Pandan también se hacen las ofrendas, se decora la comida y las mesas. Es un material muy flexible como el bambú por lo que puede trenzarse para hacer estructuras. Por supuesto que nos trajimos un par de alfombras de Pandan para nuestra casa.
Nos cautivó también Ari, su taller de cerámica rodeado de plátanos en Ubud, su madre y toda la pasión que él, a sus veinti-cortos años de edad, desprendía cada vez que hablaba. Había reconstruido un garaje abandonado con la ayuda de un amigo. Su madre también le acompañaba haciendo cerámicas y su hermana pintaba cuadros. Eran una familia sencilla y llena de sabiduría, aquella que no sólo se percibe en el arte, sino que en también en la mirada. La sabiduría que nace desde la intuición del artista, porque ninguno de ellos tenía estudios. Ari hablaba perfectamente el inglés, para poder comunicarse con aquellos que venían de visita a la isla, quería brindarles su experiencia y técnicas de formar, de torno, de pintar... pero sobre todo transmitir la pasión por la cerámica. ¿Cómo no se iba a contagiar en un lugar tan especialmente conectado con la naturaleza?
Estar con Ari y su madre, visitarles en su taller, charlar y dejar entrar por nuestros poros la sencillez y belleza que ellos desprendían, fue una experiencia transformadora. Los sentimos como si fueran amigos de siempre. Nos despedimos con cierta nostalgia, porque nos parecía poco el tiempo que habíamos compartido. Recuerdo decirle a mi marido lo impresionante que es cuando un joven veinte años menor desprende más madurez, seguridad y sabiduría que tú. Son personas "guías". Iluminadas. Verdaderos influencers sin tener mayor ambición que vivir de sus sueños y poner el talento al servicio de los demás. Este era Ari. Y su madre.

Otro proyecto que visitamos Astungkara Way estaba situado entre arrozales y campos abiertos cerca de la ciudad de Canggu. Su objetivo es difundir la permacultura en Bali: respetar y potenciar el cultivo autóctono de la isla, evitando el monocultivo y así proteger el suelo y su misión enriquecedora.
Pudimos conocer de primera mano las hortalizas, frutas, verduras y cereales que crecen en esa zona de Bali, conocimos algunas semillas con las cuales hacen decoración y también recogimos algunos productos del mismo jardín para luego cocinarlo según el arte culinario balines, también de manera colectiva y en cadena. El resultado es tan satisfactorio como sabroso. Este día tuvimos también la oportunidad de conocer un grupo de niños locales que se reunían para aprender inglé, cantaban canciones y hacían juegos en corro. Ada quiso unirse a ellos, con sus pies descalzos y la ilusión que nace de los corazones puros. La recibieron con sus sonrisas amplias, con la misma ilusión y con la misma pureza. Es tal vez uno de los recuerdos más bonitos que tengo de nuestro viaje.


Mi corazón iba guardando cada detalle, cada color, olor, sabor, ruido y vibración. Aunque aún seguía con la misma torpeza emocional, de no poder disfrutar, de no saber cómo dejar que mis sentimientos sanaran la cicatriz que llevaba por dentro y en silencio. Aún así, ofrecí a la isla todo lo que yo era en ese momento, mi torpeza, mi admiración, mi respeto y sobre todo, mi gran deseo de traerme conmigo la magia, la conexión humana y con la naturaleza, la experiencia que me ofrecía la isla y a la que yo estaba esperando descubrir.
Gracias a unos conocidos nuestros (esos conocidos que los ves una vez y sabes que se convertirán en amigos para toda la vida) tuvimos también el honor de participar en una ceremonia oficial de bendición de una casa. Fue una experiencia preciosa e inolvidable. Mi amiga Esther nos llevó a una tienda para comprar los trajes tradicionales de la isla. Encontrar cinco partes de arriba, cinco partes de abajo, con sus respectivos cinturones, colores y tejidos no fue tarea fácil. Pero fue una tarde maravillosa donde todas nos sentimos un poco protagonistas, un poco princesas, un poco sacadas de un cuento.



La ceremonia de bendecir la casa duró unas tres horas. Se acercó un "sacerdote" del barrio que oraba con pétalos en sus manos, arroz, agua, el ruido de una campana y el intenso aroma del incienso. Hacía muchos ruidos guturales que lógicamente no entendíamos, aunque nos íban explicando en inglés lo que iba haciendo. Una vez realizadas sus oraciones dio a cada uno una "tarea". Uno hacía de guía y marcaba los pasos, otro iba pegando literalmente porrazos al suelo, otro arrastraba una gallina muerta, otro iba haciendo ruidos con un instrumento... algo así como un concierto de ruidos, cánticos, gritos, rezos y también muchas risas.
Finalmente se nos invitó a rezar en grupo, éramos unas veinte personas. Todos los que estábamos allí presentes, desde el suelo levantamos nuestras manos hacia la frente y durante unos minutos nos unimos en oración. Lo que nadie percataba en ese momento es que en este grupo de personas habían cuatro religiones presentes: la hindú, la judía, la católica y la protestante. Todos al unísono. Todos éramos uno. Todos pedíamos la bendición de estas casas, de las familias, de los presentes. Pero cada uno hizo su propia oración, en su propio idioma, con su corazón. Nadie podía escuchar al otro ni saber qué estaba rezando. Nadie juzgaba. Los hindúes tienen tan incorporada su fe que dan por hecho que todos la tienen. Por eso, cuando rezan te invitan a rezar con ellos. Nos pasó ya antes en la bendición de la mesa que nos preguntaban si queríamos hacerlo en nuestra manera, con esa naturalidad.
En Bali rezar, bendecir, orar a través del canto o del ejercicio, es parte de la comunidad. Pareciera como si allá tuvieras más libertad en expresar tu fe que en el occidente. Obviamente las formas son diferentes, las creencias son distintas porque las historias y los orígenes son distintos también. Pero la fe, esa actitud humilde frente a la Creación, que nos pone a todos de rodillas, que nos hace alzar nuestras manos, nuestro espíritu, que aclama, que pide por algo, que agradece, que se asombra... ese sentimiento de saberse amado por un Padre y una Madre celestial, es el mismo.
Todo acabó con un desayuno hecho por las señoras locales, otra vez en comunidad.
La experiencia fue inolvidable. Entendimos más sobre la espiritualidad del hinduismo, pero sobre todo la de la isla, porque toda la naturaleza, la riqueza de la tierra está directamente asociada con los dioses. El agradecimiento está en el centro de sus oraciones. Incluso, la creencia de que existen los malos espíritus pero por ser dioses se les honra y de esta manera se mantienen alejados. No dan la espalda al mal o al sufrimiento, sino que lo incorporan en su espiritualidad.
Otra de los lugares que no olvidaremos es Kedungu. A solo media hora de Canggu, una aldea pequeña entre arrozales (los pocos que quedan) y el mar. Un mar abierto, infinito, con una playa kilométrica de arena negra y palmeras, extraordinariamente vacía. Sólo algunos locales. Y buenas olas.
Allí conocimos un pequeño restaurante llamado Little Riper con excelente café y servicio (como siempre) una casita tropical de dos pisos donde no se entiende bien qué es. Una mañana me acerqué con las niñas y Linus mientras mi marido surfeaba. En la segunda planta había un cuarto de juegos y una terraza abierta por lo que era cómodo para mi y así no molestaba a nadie. Se reunieron varias madres "expats" con sus hijos a desayunar. Yo iba un poco agobiada con un Linus que empezaba a gatear y tocarlo todo y las niñas estaban en su modo eléctrico de juego. Me esperaba un café ya frío y mi desayuno sin probar. De pronto se acercó un chico asiático, tatuado entero y con aspecto dejado, cogió a Linus en brazos y se lo llevó a jugar en la sala, junto a mis hijas "enjoy your breakfast, mami". Yo me quedé alucinada. Estuvo jugando con él, mientras hablaba con las otras madres y de pronto éramos como una comunidad.
Luego me enteré que era el dueño del café y que el café era en realidad su casa, donde había nacido su hijo. De hecho, la sala de juegos era la habitación de su niño. Debido a la crisis de la pandemia decidió convertir su casa en un café que además ofrece Bead and Breakfast de dos habitaciones. Quería dar trabajo a la aldea y apoyar a los locales. El dueño, Eric, de Malasya, su mujer de Jakarta habían abandonado Singapur, vendido todos sus bienes y apostado por una vida tranquila en Bali. Compraron una casa, tuvieron un hijo y al cabo de dos años les pilló la pandemia. Al ver cómo el cierre de la isla afectó profundamente a los locales decidieron hacer de su casa un negocio para dar trabajo a la aldea. Querían devolverle la mano a la isla. Querían ser parte de la comunidad y tirar del carro. De ser los dos trabajólicos empedernidos en medio de una ciudad aplastante y financiera, pasaron a servir café, entablando conversaciones con cada uno de sus visitantes y dejando una huella en cada uno de ellos. La masa de pan hecha en casa, las galletas también, incorporaron una pequeña tienda de artesanos locales para apoyarles y darles visualización. Yo me hubiera quedado a vivir con ellos. Algo había en esa casa, ese lugar que me hacia sentir en mi sitio, como si hubiera sido de toda la vida mi casa.

Este mismo lugar, Kedungu, cuenta con una playa muy extensa de arena negra y palmeras. Hay olas para surfear y una escuelita de surf. Algunos arrozales y al final del todo un templo. No hay nada más que eso. Era nuestra playa favorita en esa zona precisamente por la tranquilidad. Los atardeceres era preciosos y quizás era cuando la playa contaba con más personas, todos jóvenes locales que se quedan asombrados al vernos. Unos kilómetros más allá habían otra playa aún más desértica. En un momento dado que me metí a nadar me di cuenta que era la única persona en el mar. La única en unos 5 kilómetros cuadrados de agua. Pues allí estaba yo, envuelta en agua indonesia mirando hacia las palmeras para no perder de vista la arena y me pareció una locura de momento. La misma locura que cuando me encontré sola con Linus en la playa negra de Kedungu. Completamente solos él y yo, en medio de una playa que parecía eterna, en el corazón de Bali.
Parecía como si un mar rebelde nos cantara canciones de cuna mientras nos dejábamos abrazar por un viento cálido.
Parecía como si la arena negra sostuviera nuestras pequeñas siluetas con la fuerza de un volcán y que las palmeras, largas y esbeltas, fueran guardianes de tu sueño.
Parecía como si los tejados rojos del templo contemplaran desde lejos la misma belleza que veían mis ojos…
Parecía como si el mundo nos hubiera pintado una postal solo para nosotros.
Qué hacíamos los dos en medio de todo esto?
Recuperar el tiempo perdido.
Desde que había nacido Linus hasta ese momento no era consciente de que vivía bajo presión. Me había impuesto a mi misma sentir felicidad. Y por supuesto en ningún momento quejarme. Pero la realidad era que había tenido un post parto muy duro con mucho llanto y mucha sensación de abandono. Que mi bebé lloraba incluso más que yo, que no dormía. Habíamos pasado varias mastitis y luego yo varias veces enferma. Había estado trabajando hasta el día antes de irnos, con las mismas responsabilidades, con toda la carga emocional de siempre pero con la contradictoria incredulidad de que tenía un bebé en brazos, que era real. Era como estar disociada y en algún momento tenía que volver a unir mis partes: mi corazón, mi mente, mis emociones, mis sentimientos, mi espíritu.
Este momento absolutamente a solas con él, lejos de todo y de todos, fue para mi un regalo del cielo: Aquí estás. Vive presente. Recoge todo lo que el universo te ofrece en este momento. Eres amada. Siéntelo.
Bali era exactamente el lugar donde yo podía aprender a soltar. A volver a tener tanta confianza en mi, en el mundo. A entender que el mundo me sostiene, nos sostiene, porque esa es su función. No solo físicamente, sino que emocionalmente. Y todo aquello que yo recibo de él es bueno para mí.
Llegué a sentirme tan protegida, que cometí la imprudencia de acercarme a ver una serpiente que estaba dormida en la arena. Luego supe que esa serpiente es de las más venenosas de Indonesia, que si no llegas a tiempo para que te pongan un antídoto (no es fácil de tenerlo a mano) incluso es letal.


Una última experiencia que nos colmó de felicidad fue apuntarnos a un taller de tres días de duración para aprender a teñir telas con flores y estampación botánica. Por supuesto, flores originales de Bali. El taller estaba llevado por una mujer extraordinaria, Myrah, de origen mexicano-americano, casada con un canadiense de origen indio. Ambos estaban en Bali cuando les pilló la pandemia y descubrieron que Bali era el sitio perfecto para ellos. Myrah tenía ya una marca de ropa Myrah Peñaloza en California y decidió desarrollarla de manera sostenible en la isla. Cuando digo sostenible es que de verdad lo es (ya sabemos que está de moda este término y nos engañan mucho). Ella produce solo localmente apoyando las comunidades de mujeres allí. Tiene un equipo de mujeres extraordinario quienes aprenden inglés con ella, las instruye en el buen gusto, en el mundo de las telas, de manera muy sutil y delicada. Toda su ropa está teñida con vegetales que vienen de la isla, a la manera local. Marigold es la flor amarilla oficial, la misma que podemos ver en México también. Trabajamos con índigo y con flores silvestres. Éramos unas quince mujeres (y mis tres hijas) participando en un trabajo colectivo de aprendizaje a través de las manos y con la generosidad de las plantas. Pudimos observar la abundancia de la naturaleza que genera más abundancia si la sabes respetar y cuidar. Esa es su magia.


Los talleres empezaban con el ritual del té. Myrah es maestra de Ceremonia de Té, técnica japonesa. Ella, como anfitriona guiaba el ritual en silencio, con presencia, con delicadeza. Se diríga hacia nosotras con atención, mantiendo unos modales exquisitos, donde el servicio y el respeto era la base del vínculo que estaba creando, lo que luego facilitaría la apertura y cercanía en el taller de flores. Pero, sobre todo, quedaba claro que ella era una maestra, que había mucho que aprender de ella, de su estilo de vida. Al final de la ceremonia se dirigía hacia nosotras manteniendo siempre un tono amable, humilde y servicial, y podíamos entender un poco más sobre las plantas del té que habíamos probado y sus propiedades. Era un ejercicio de comunidad, de sentirse parte de un todo y de conectar como seres humanos (mujeres en este caso) y la naturaleza, en un espacio íntimo donde se honra la tierra, pues las plantas de té tienen propiedades que nos cuidan, nos depuran, nos conectan con el mundo. Y eso se celebra en una ceremonia basada en el silencio y la contemplación.
Al final de la ceremonia se dejaba un espacio para la meditación, momento donde una podía recoger todo lo que había recibido, dar las gracias, sentirse presentes, tomar consciencia de donde estábamos, quiénes somos. Una vez más, conseguí verme en medio del mundo. Un mundo tan amplio y diverso, pequeño y generoso. Allí todas éramos de diferentes nacionalidades, orígenes, culturas. Todas veníamos a aprender, no habían prejuicios. Fueron tres días llenos de apertura, aprendizaje, respeto, admiración, humildad (porque no sabíamos nada), conversación y finalmente transformación. Se transforma la mirada sobre el mundo, porque te ves en medio de él con toda su fuerza e intención. Porque la intención del mundo es vivir conectados. Todos somos parte de un mismo lienzo tejido desde la Eternidad.



Podría escribir un capítulo entero sobre nuestro viaje a Bali, porque está lleno de detalles vividos. Pero he entendido que esto ha sido mi experiencia, que no todos van a vivir lo mismo y que cada uno recibe lo que la isla ofrece de distintas maneras. Uno podría fijarse solo en los aspectos negativos, ya que Bali no es la isla más bonita del mundo, ni la más especial, ni tampoco tan mística como yo la describo. Es una isla más en medio de Indonesia, como muchas otras, con una cultura asiática como muchas otras. El caso es que uno ha de estar preparado para abrirse, sin miedos. Hacer el intento de volver nuestra mente permeable para absorber todo lo que estamos viviendo, sintiendo, oyendo, viendo. Abrir los ojos con la humildad del aprendiz, porque el mundo es nuestro maestro y la naturaleza nos guía. Enternecer el corazón, como niños, que son capaces de asombrarse con lo más pequeño. Así, viajar se convierte en un libro de enseñanzas para toda la vida.
El turismo, la industria más grande del mundo, nos ha anulado esta manera de viajar. Nos han anestesiado la capacidad de asombro, confundiéndonosla con un materialismo y consumismo disfrazado de diversión, felicidad, vacaciones.
Viajar no es el problema. Es cómo viajamos y cómo consumimos en nuestros viajes. Dónde queremos dejar nuestro dinero, a quienes lo estamos dejando. Es la huella que queremos dejar en cada país, cada ciudad que visitamos.

A continuación, dejaré copiado la lista de cosas que escribí como propósito antes de viajar. Recuerdo que cuando la leí a todos me pareció un reto difícil, porque no sabíamos qué es lo que nos íbamos a encontrar. Pero conseguimos hacerlo todo.
Os animo a hacer una lista de propósitos de viaje, que contemple la ecología, el respeto al prójimo y el crecimiento personal.
Como regla principal: no generar basura. Ser conscientes que estamos en una isla en medio del océano índico, que no cuentan con un sistema de reciclaje, que sus mares y playas ya están muy afectadas por la basura que generan los mismos locales y de otras islas, por lo que el mayor objetivo sería reducir al máximo los desechos.
Llevar desde casa champú en pastilla, sin envase para no generar más basura. En caso de tener que comprar uno nuevo, que sea natural para evitar la polución del agua y en envases que puedan ser reutilizables.
Llevar a todas partes nuestras botellas de agua para rellenar.
No comprar comida envuelta en plástico. Rechazar la comida “take away” si no viene en un envase eco-friendly.
En caso de ir al super mercado, llevar siempre bolsa nuestra o reutilizar cajas de cartón.
No tirar nada a la basura que sea aún aprovechable (especialmente comida).
Localizar y comprar en tiendas zero waste. Buscar envases para rellenar productos.
Llevar productos para el sol desde casa (no comprar nada allá) toallas de playa, crema de sol naturales o respetuosas con el planeta, juguetes de playa de materiales resistentes, cuidarlos.
Pagar por nuestras huellas de carbono.
Para comer fuera de casa:
Pedir siempre cosas locales y nada exportado, preguntar siempre por los ingredientes y ser explícitos: “is this local?”
Las niñas han de probar de todo y comerlo hasta el final, sino gusta, no pasa nada, lo habrán conocido y no se volverá a pedir.
Comer fuera de casa lo que genere basura en casa, por ejemplo: el café con leche mejor tomarlo en un restaurante para no tener que comprar nosotros la leche y el café, sabiendo que luego los envases no se puede reciclar o va a sobrar y no queremos que se tiren.
Las niñas han de aprender a recibir con gratitud todo lo que se les dé de comer.
Bendecir la mesa.
Probar la gastronomía balinesa o indonésica. Ser parte de la cultura.
Con respecto a la cultura de la isla y los valores del austerismo:
Dirigirse a los locales con humildad y reconocer con admiración su cultura y trabajo.
Conocer lo qué es la pobreza de primera mano. Poder reflexionar lo afortunadas que son por tener todo lo que tienen, pero poder distinguir cuáles son realmente las cosas importantes en nuestras vidas. Lo material es sinónimo de comodidad, pero no da la felicidad.
Que conozcan la espiritualidad de la isla, participar en algún acto oficial o religioso que les permita aprender sobre el hinduismo y recoger lo que les gusta.
Que conecten con la naturaleza desde lo más autóctono. Con admiración y respeto: enseñarles lo que hacen los locales para cuidarla y mantenerla.
Que conozcan el trabajo de la agricultura, de donde vienen los productos que comemos, todo el proceso desde su cultivo hasta la mesa.
Que conozcan el trabajo artesanal por ejemplo, la construcción de muebles o ropa. Que entiendan el trabajo detrás y vean la injusticia social.
Que puedan y contrastar la vida de pueblo con la vida de ciudad.
Que admiren la humildad de la gente local.
Que conozcan niños como ellas que no tienen nivel adquisitivo como ellas. Que puedan ser serviciales con ellos y cariñosas.
Por último, os invito a ver este documental The Las Tourist para tomar conciencia de la manera de viajar, la huella que dejamos y de qué forma podemos revertirlo.