Loreto B. Gala
El desencanto del Instagram.

Cuando abrí mi cuenta de instagram hace poco menos que tres años, era privada. Solo la veían los pocos contactos que tenía y solo subía alguna foto muy de vez en cuando. Pero en esa época había empezado el tema los influencers y había cogido vuelo sobretodo en la comunidad de madres y marcas pequeñas, algo que se hizo muy interesante para nuestra marca de ropa ecológica recién estrenada. Me venía bien abrir la cuenta al público, para que las influencers a quienes me tocaba contactar nos pudieran conocer en el ámbito más personal. Así que decidí arriesgarme. Las primeras fotos “públicas” me traían dolor de estómago. “¿Quien es ésta de aquí que me ha dado un “like”? ¿Y esta otra, que no la conozco de nada, por qué comenta? Me daba vértigo pensar que mis niñas estarían a la vista de todos. Y os prometo que me sudaban las manos cada vez que iba a subir una foto, pensando letra por letra si es que estaba haciendo lo correcto. ¿Quienes son los que miran mis fotos? Y mis niñas aquí, ¿a la vista de cualquiera?
Los seguidores y los “likes” empezaron a aumentar. Cada vez que abría el instagram por la mañana deseaba que no hubieran más seguidores, pero a la vez me decepcionaba si no aumentaban. Empezaba mi ambivalencia.
Al cabo de muy poco tiempo vinieron los primeros contactos, porque el piso daba mucho juego. Con eso, llegaron más seguidores y empezaron a alimentar más esa rueda: quería seguir con esto, pero no lo quería. No había día que no pensara en acabar con la cuenta.
Pero el piso, los azulejos, las niñas y nuestra marca de ropa ecológica de fondo... todo me movía a seguir sacando fotos y publicando mi vida.
El Instagram me gustaba muchísimo, por varias razones: la fotografía, la estética, el conocimiento de otras culturas, la comunicación y transmisión de vivencias. El intercambio con otras personas, el contacto con gente más allá de mi burbuja social. Con esto, además encontraba la manera perfecta para que yo pudiera escribir y expresarme abiertamente, transmitir y llegar a las personas. Y si es posible, generar algún cambio. “Es como lo que solía hacer en terapia a puerta cerrada pero aquí puedo llegar a miles de personas a la vez”, le comentaba a mi marido. Así que decidí hacer un el blog sobre psicología, crianza y sociedad, ligado a la cuenta del Instagram. La ecuación imagen-comunicación-estética-psicología me daba el resultado perfecto. El instagram se me había cruzado en camino como la opción verdadera para realizarme personalmente.
Es decir, mi felicidad pasaba a depender de una aplicación del móvil.
Todo iba potenciando a que yo siguiera subiendo fotos y ganando “likes”, que a veces caían como caramelos... los contactos con las influencers se estrecharon y gané buenas amigas. Amigas cibernéticas, pero amigas. O al menos, así las sentía a través de la pantalla del móvil. De repente me llené de “instafriends” (como le decía a mi marido, quien me me oía siempre con escepticismo). Tenia constantemente contactos con madres en Chicago, Maine, Bayron Bay, Berlín... no conocía a ninguna personalmente pero todas ellas aportaban algo en mi vida. Me transmitían cosas que a mi me parecían interesantes. Me abrían el mundo. Me hacían “teletransportarme” esos minutos, sentirme parte de sus vidas, y que con ello viajaba a otros países, culturas o maneras de vivir. Me daban sensación de apertura.
“El mundo es nuestro y debemos compartirlo”, era mi reflexión de toda esta situación. De repente, podía conocer profundamente a una chica como yo, viviendo en el otro lado del mundo: sus hijos, su marido, su vida, su casa, su cama, hasta su cuarto de baño. Pasaba a ser mi mejor amiga.
Nadie entra en el cuarto de baño de tu casa a no ser que haya mucha confianza.
A mi marido le horrorizaba todo esto. Me ridiculizaba este mundo “semi real”. Me lo tiraba para abajo. Y empezamos a discutir. Mientras más me lo decía más provocaba en mi una especie de adiccion. “Es que no lo entiendes”.
Era yo la que no entendía...
Habré estado contestando mensajes de gente desconocida por la noche hasta las tantas. Muchas veces consumida por la luz de la pantalla.
Y a la mañana del día siguiente, me encontraba mirando el movil, sólo para revisar el instagram. Qué pasaba con el mío y que pasaba con el de las demás.
Me empecé a convertir en una “experta” en la materia, tan así que acabé llevando la cuenta de instagram de nuestra marca también. Subir fotos, pensar en el texto, cuadrar estéticamente con las imágenes, encontrar el balance, era mucho trabajo. Pero me gustaba. Y el premio eran los likes. La primera vez que subí una foto que llegó a los mil likes fue como si me hubieran subido el sueldo. Era el reconocimiento de que lo estaba haciendo bien. Yo, que llevaba tiempo sin saber bien cómo compaginar la maternidad con el trabajo, había encontrado mi lugar. El instagram me daba lo que a mi me gustaba tanto.
Hasta que un día mi hija Sophie me lo dijo como una bofetada en la cara: “quieres más a tu móvil que a nosotras”. Me dolió mucho oírlo. Y ahora que lo escribo, me sigue doliendo mucho. Por el tiempo que malgasté en vez de estar con ellas.
Pensé en dejarlo por completo. El mío privado y el de nuestra marca. Que mejor lo llevara otra persona que no se involucrara como yo.
Y justo en ese momento recibí una invitación especial. Se reunían 20 top influencers en Barcelona en el Hotel Palace. Y me habían invitado a mi, representando a Twothirds.
Entre una de ellas estaba una amiga mía (amiga de verdad, que debido a su admirable forma de vivir y la publicación de su libro, se ha ido haciendo influencer). “No crees que esto solo alimenta nuestro ego?”, le pregunté. “Sino somos nosotras, quien lo va hacer? Es el precio que se paga si quieres de verdad llegar a la gente”. Era cierto. Como el precio que paga uno cuando es psicólogo y te llenas de “problemas” ajenos. Algunos pueden con eso, otros no. Pero si realmente crees que es tu vocación, has de saber lidiar con ciertos conflictos.
En ese encuentro de influencers (del que os hablaré en otro momento) aprendí una sola cosa: podemos cambiar el mundo, para bien.
Suena fatalista y narcisista, como si uno tuviera súper poderes para salvar el mundo “que bastante deteriorado ya está”.
Me volví a enarmorar del instagram y de sus virtudes. Volvieron mis ganas de seguir publicando mi vida a través de las imágenes.
El Instagram me ayudaba ser mejor persona: a mantener bonita mi casa, a valorar los momentos en familia. Aunque tuviera que sacar fotos para mostrarlo a otras personas ajenas a mi para que ellas pudieran inspirarse y animarse a hacer lo mismo. Era el precio que yo pagaba, el riesgo que yo asumía.
Pero nuestra salida improvisada del piso y la situación “sin hogar” en la que estamos ahora me dieron un golpe seco que me bajó la tierra e hizo volver a mi centro. He tomado distancia de todo este mundo que aunque es real -en cuanto de verdad existe-, no deja de ser virtual: una realidad en muchos casos manipulada desde el otro lado de la pantalla de las “influencers” para conseguir likes y si es con eso posible, ganarse un sobresueldo. A costa de fotos de nuestros hijos, marido, hogares...
De repente me parece que esas top influencers que tanto me gustaban han dejado de ser interesantes. Me parece que hay una sobre exposición de vidas y me parece que son pocas las que de verdad “influencian”.
Empezó mi verdadero desencanto. El que no me deja seguir en ese mundo virtual. El que me lleva a seguir mirando las pupilas de mis hijas a través de las mías y no a través del ojo de una cámara de iPhone.
Siento que el instagram ha llegado a su tope. Que ha dejado de ser lo que era antes. Que se ha llenado de caras que intentan vender variedad y sin embargo, son todas iguales. Siento que cada vez hay menos principios. Que todo vale y nada tiene un valor real. Que la foto que más likes saca es la que más impacta. Siento que se han perdido muchas cabezas en búsqueda de ganarse un extra, en búsqueda del consumismo, en alimentar el ego. Siento que es una manera más para desconectarnos.
Yo quiero transmitir valores. Valores humanos, basados en la antropología, en la filosofía de antaño. Quizás soy demasiado “old school” para muchos y debería ser más “moderna”. Pero mi mirada romántica hacia el pasado no es más que mi intento desesperado por volver a las raíces, dentro de una sociedad que está perdiendo el control.
He decidido frenar. No sacar fotos, a no ser que quiera capturar el momento para dejarlo impregnado en la retina de mis ojos (en una galería de Instagram o en un album de fotos). No quiero transmitir nada a no ser que sean mis verdaderos sentimientos. Cuando escribo, lo hago con el corazón en los dedos. La imagen solo lo acompaña. Incluso, la imagen no es necesaria.
He aprendido a respetar los momentos. Y sobretodo todo, a decir “ahora no”.
No me veréis tan activa en la cuenta. Pero cuando me veáis será porque realmente quiero contaros algo. “El mundo es nuestro y debemos compartirlo”. Esta frase sigue estando en pie. Es lo que nos da la sensación de “comunidad”. Quiero compartir con vosotros sentimientos, emociones, dudas, inquietudes y valores. Acompañaros y que nos acompañemos en el ciclo de nuestra gran familia humana.
Somos y seremos seres de contacto, sensitivos, emocionales y racionales. Nos nutrimos de las vivencias emocionales y sensoriales con los demás. El instagram puede ser una manera (dentro de muchas otras) de potenciar todas estas virtudes, sin perder el respeto de nuestra verdadera esencia. Al fin y al cabo, vivimos en la sociedad 3.0 pero nuestros valores siguen siendo los mismos.
Quiero ser una influencer de carne y hueso.
Pero mis primeros seguidores son mis tres hijas. Ellas me llenan de besos y no de likes. Quiero ser la top influencer para ellas. La que más mola, la que más inspira, la que más engancha. Para mi marido. Mi familia. Mis amigos... para la gente que me rodea, que vive conmigo el hoy y ahora y en el mismo lugar que yo.
Para ellos, quiero ser mejor persona.

