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  • Foto del escritorLoreto B. Gala

La vida en la rueda.




Llevaba días soñando una pesadilla que se repetía, en formas diferentes, pero siempre con la misma temática.

Cuando ejercía de psicóloga solía trabajar con los sueños que los pacientes traían a consulta. Aprendí mucho a descifrarlos. No porque los sueños tengan significados, puesto que no los tienen. Pero analizando las emociones que se experimentaban durante el sueño y al despertarse, y los contenidos que se iban mezclando a veces de manera bizarra, llegábamos a descubrir lo que a ellos les atormentaba.


Pues bien, luego de soñar tres veces con lo mismo, el domingo pasado por la noche hice el ejercicio que solía hacer con mis pacientes. Y como nos solía pasar, en poco tiempo se me abrió una herida, que acabó en llanto. Qué alivio se siente al soltar.

Y cuánto aguantamos las madres... que solo lloramos a solas.


En mis pesadillas, aparecían mis dos hijas más pequeñas desamparadas. Y yo detrás intentando llegar a ellas, sin poder alcanzarlas. El cochecito de Ada quedaba solo en la calle con ella dentro y yo pasaba por delante como si una fuerza me tirara, sin poder volver a buscarla. En el otro sueño, Sophie conducía un coche y yo solo miraba atontanda desde la calle, rezando para que no se estrellara contra un muro…


No es casualidad que estos sueños los he empezado a tener cuando ha vuelto a subir el volumen de trabajo, los días se hacen mas largos por la luz, dando esa sensación de que hay que seguir haciendo más cosas y además, empieza el último trimestre del colegio. No es casualidad que estuviera ese viernes literalmente una hora en el coche dando vueltas en círculos sobre una zona de Barcelona que el navegador de Google no conseguía registrar. Y que me parara un policía para avisarme que estaba conduciendo en dirección contraria. En ese momento, hubiera deseado dejar el coche ahí parado, bajarme con la niña y salir corriendo.

Qué simbólico era todo...

Tenía a la mayor de mis hijas esperándome en un cumpleaños y a la mediana en la otra punta de la ciudad, tambien esperando para recogerla de otro cumpleaños.

No llegué a ninguno de los dos lados.


Por eso, el sueño de Sophie: ella llevando el coche y yo parada, mirando desde la calle, pidiendo al cielo que no chocara. Como si fuera ella quien llevase su vida con tan solo 5 años.


Luego de llorar y sanear el corazón lo hablé con mi marido. “No puedo más con la rueda”.

Mi marido me entendió perfectamente, no hacía falta explicarlo. A él le pasa lo mismo.


En el fondo, los dos hemos sido siempre, desde pequeños, personas libres y nómadas. Conectadas fuertemente a “la tierra” pero disfrazadas de personas “corrientes”. Necesitamos sentirnos libres en nuestro entorno. Necesitamos luz, verde y agua. Necesitamos mucho aire y espacio. Necesitamos sentirnos, palparnos. Sentir la tierra debajo de nuestros pies descalzos…


Cuando era universitaria iba descalza en verano. Mi madre no me decía nada, porque sabía que desde siempre he odiado usar zapatos. Necesito sentir la tierra con las palmas de mis pies. Así que iba por las calles descalza. Eso me daba la sensación de libertad que tanto necesitaba en una ciudad tan afixiante como Santiago de Chile.


Ahora, con tres hijas, una empresa que tiene que tirar como un caballo ganador, los colegios, los horarios, la casa, los compromisos, la ciudad… todo me vuelve a apretar.

Es por esto que decidimos irnos de la ciudad. Y cometer una locura. Compramos un terreno que no quería nadie, y sin embargo, nosotros vimos la oportunidad.


Aún así, con un terreno mirando a las montañas... mi alma no está hecha para la rueda.


Hace poco publiqué “el Poder de la Intención”: una petición literaria mía de frenar. Debemos parar mucho más. Debemos ser más conscientes de cómo vivimos. Todos somos responsables del estilo de vida que llevamos. Ya sabeis, que yo hablo de la co-responsabilidad. Somos partícipes, cómplices, “partners in crime” de nuestros modos de vivir.


Yo lo quiero más lento. Más consciente. Más pausado. Lo quiero dirigido hacia el mundo y hacia las personas. Pero lo quiero valioso. Cada minuto es valioso. No quiero perder minutos en un coche dando vueltas sobre mi misma.


Se lo dije a mi marido el otro día, cuando estaba con el corazón recién abierto luego de haberlo saneado con muchos lagrimones. “Sé que esto te va a sonar muy fricky, no te asustes… pero ¿sabes cómo me imagino viviendo?”


“...En una isla, cerca del mar. Levantarme con las mañanas llenas de luz, abrir las cortinas y ver las hojas de los helechos, de los plátanos, el verde de un jardín silvestre. Despertar a las niñas con cosquillas, jugar entre las sábanas y darnos el tiempo para estar.

Desayunar juntos, sin prisas, y empezar una jornada más en casa, ellas aprendiendo de mi mano “maestra”, compartiendo juntas la experiencia de aprender.


Y respetando la pausa.”


“...Que luego las niñas pudieran salir a jugar con otros niños.

Caminar descalzos, como nos gusta a nosotro cinco.

Que sus actividades fueran las que ellas eligen de verdad y no las que se nos han ofrecido, porque es “lo que toca”.


“... Tener una Iglesia cerca de casa para poder dar las gracias a Dios y mantener mi lazo espiritual. Para rezar por los demás...”


“ Llegar a la noche contigo, solos.

Y dejarnos ser...”


Mi marido oía en silencio.


“Tampoco me importaría tener que vivir vendiendo collares, no se si me entiendes?”


Le dije soltando una carcajada para quitarle hierro al asunto.


Pero él lo entendía perfectamente, porque le pasa exactamente lo mismo. Llevamos muchos años en “la rueda” y aunque los dos venimos de unas familias y educaciones muy tradicionales, los dos pertenecemos a otro mundo.





¿Y qué tiene qué ver este mundo utópico con el mío de ahora? Muy poco, por no decir nada…

Sabemos que no acabaremos vendiendo collares en una isla, porque los dos tenemos una motivación de seguir con nuestras carreras y trabajos. Nuestro “background” convencional existe y no podemos deshacernos de eso. Pero tampoco estamos hechos para un mundo sin pausa, sin naturaleza, sin conexión... o mejor dicho, un mundo lleno de presión social, empresarial, financiera.


No pierdo la fe. Sé que conseguiremos un estilo de vida pausado, como nos gusta a nosotros. Sé que volveremos a caminar descalzos, sin que nadie nos mire con mala cara.


Probablemente nos obligará a emigrar a otro lugar... quizás no... pero donde sea que esté ese lugar, donde sea que podamos tener esta vida, iremos a por ello. Porque hemos aprendido que las cosas no caen del cielo.


Por mientras, he decidido aplicar la palabra mágica:

“NO”.


Saber decir “no” a lo que realmente no me va a aportar paz ni tranquilidad.

Nuestras hijas no deben ir a todos los cumpleaños, ni a todas las actividades, ni a todos los compromisos que se les ofrecen. Nosotros podemos decir que no, sin que nadie se sienta mal por eso. He ahí esa “co-responsabilidad” de la que hablo. Debemos construir entre todos un lugar donde se pueda respirar sin afixiarnos. El único “deber” que tenemos está con nosotros mismos y con nuestra familia (la que hemos elegido tener). Todos tenemos una misión que cumplir, y es nuestro deber descubrirlo y hacerlo para ser felices. Pero muchos nos perdemos en el ruido de la rueda. Como un hámster que no para de correr, con la cara mirando hacia delante, pero sin avanzar.


Los años no corren, vuelan. Y no tenemos una marcha atrás, como un reloj mecánico. El tiempo en nuestro, es un regalo. Y no podemos desaprovecharlo por una rueda que gira sobre sí misma, sin ninguna dirección.


Mi marido y yo nos hemos prometido que mientras no encontremos ese lugar idílico con la vida idílica, haremos que nuestro día a día sea lo más parecido a lo que desearíamos.


Más pausa.


Y si llegamos tarde, no pasa nada.

Y si no llegamos nunca, tampoco.


No volveré a pasar una tarde encerrada en un coche. De ahora en adelante, viviré dando el máximo sin agotar mis posibilidades, porque precisamente no quiero agotar lo poco que va quedando de Loreto al final del día.


Viviré más ‘slow’ en un mundo gira y gira sin parar.

Esta foto es de nuestras pequeñas vacaciones en Calpe. Donde las sábanas de los vecinos decoraban el bosque que teníamos como jardín. Llegará el día en que yo también colgaré así las nuestras. Ese día sentiré que el aire no nos vuelve a apretar más.

Y

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