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  • Foto del escritorLoreto B. Gala

Mujer que transforma.

Cuando yo era pequeña mi color favorito era el azul. El azul marino para ser más precisos. Me gustaba porque era el color que yo asociaba al mar. Sin embargo, me hacían vestirme de rosa porque, según mi madre, era un color más femenino y me favorecía mucho. Tampoco me gustaban nada los vestidos. Yo solo quería usar pantalones, porque eran más prácticos al momento de trepar árboles, o para hacer la rueda o simplemente porque así no tenía que estar siempre vigilando que no se me vieran las braguitas… Pero los vestidos eran para las niñas, y yo tenía que usarlos.

El mundo parece ser hecho más difícil para las mujeres, desde el día en que nacemos.


A los 11 años tuve mi primera regla. Era muy joven aún y no me habían hablado bien de este momento. Sentí primero mucho pudor, como si me hubieran descubierto haciendo algo malo. Luego sentí tristeza por lo que dejaba atrás: yo seguía siendo bastante infantil y esto significaba despedirme de mi propia "niña. Finalmente, sentí una especie de orgullo porque me hacía mujer: desde entonces, todos los meses mi cuerpo se transformaría para permitir acoger una vida dentro de él. Pero mi mente de 11 años no era capaz de entender todo lo que esto significaba.

Desde pequeñas cargamos con esta responsabilidad.


Con 14 años venían las fiestas, los chicos, las primeras salidas, el primer beso… Y con esto, la constante presión externa de cómo vestirnos y cómo movernos porque eso nos etiquetaría para siempre. Parecía que los chicos solo buscaban un trasero bonito o unos pechos desarrollados. Yo, buscaba una especie de príncipe a quien pudiera coger de la mano y soñar con él por las noches.

Desde siempre hemos sido deseadas por nuestras formas o belleza y nos vemos obligadas a cumplir las expectativas de otros.


Con 30 años llegaba la mezcla de todos los desafíos presentes a lo largo de nuestras vidas. Ser madre, esposa y trabajadora a la vez. Pero no bastaba con serlo, había que hacerlo a la perfección: ya no solo debíamos parecer mujeres correctas, traer hijos al mundo, mantener nuestra belleza, sino que además, teníamos que ser perfectas trabajadoras para ganarnos un espacio en un mundo donde tradicionalmente el trabajo es cuestión de hombres. De nuevo, los estigmas pesando sobre nuestras espaldas.

De nuevo, el mundo nos coloca en medio de una batalla en la que parece que sólo nosotras luchamos contra un fantasma con forma masculina. De nada sirve reivindicar a la mujer si los hombres no lo hacen con nosotras. Podemos gritar alto y lejos, pero si el mundo (ese fantasma masculinizado) continua sordo, no sirve de nada.


La mujer se ve siempre enfrentada a los desafíos y a los cambios. Las mujeres tenemos que sufrir “transformaciones”: de niña a mujer. De mujer a madre. Nuestro cuerpo cambia mes a mes y nuestros cambios biológicos nos preparan paran para sufrir constantes transformaciones. Pero, ¿hay algo más místico, mágico y grandioso que el poder de la transformación?







Creo, por eso, que la femineidad radica en nuestra capacidad de transformar. Podemos transformar una herida en un beso, una lágrima en una sonrisa, una célula en un ser humano. Podemos transformar corazones y podemos transformar el mundo. Nuestra fuerza es interior, por eso sabemos llegar hasta el interior de las cosas, para transformarlas.

Al final, todo está en nuestras manos, aunque el mundo parezca decir lo contrario. Quizás está llegando por fin la "era de la mujer", capaz de transformar este mundo que parece ya tan deformado.


Reivindicarnos es bueno. Pero poco sirve si solo reivindicarnos nuestros derechos como mujeres. Porque como os digo, si no lo hacen los hombres en este mundo masculinizado, nosotras seguiremos lanzando palabras y esfuerzos al aire, aunque creamos que con eso conseguimos algo.


Yo, además, quiero reivindicar a la mujer desde adentro. La que busca la transformación de su mundo. La que busca el crecimiento desde el interior. La que quiere enseñar las verdaderas capacidades de la mujer. Quiero reivindicarme si con eso consigo que cambien las cosas, porque quiero que el futuro de mis tres hijas no sea más adverso sólo por el hecho de ser mujeres.


Pero antes, me comprometo a educarlas a ellas como mujeres transformadoras, capaces de cambiar el mundo para bien. Da igual lo que elijan hacer. Porque lo que ellas hagan lo harán desde su interior, con el corazón puesto en ello, con la cualidad asombrosa propia de la mujer: capaz de transformar a otros.







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