top of page
  • Foto del escritorLoreto B. Gala

NO HAY AMOR SIN RENUNCIA.


El verdadero amor es exigente. Nos pide cambios. Nos pide transformarnos interiormente. Nos hace cambiar, para bien.

El verdadero amor no es egoísta, por eso nos pide que cambiemos, porque existe para llenar otro corazón. Y no solo el mío.


Al acabar medio año de prácticas como becaria en el Hospital Militar de Santiago de Chile, me ofrecieron el trabajo de mis sueños, el que me llevaría a desarrollar mi carrera al máximo y encima, por la puerta ancha. Aún me faltaba dar el examen de grado, pero ya tenía claro que quería formarme en el área de la oncología pediátrica. Me estaban esperando para trabajar como psicóloga en una de las mejores clínicas de Chile, con un equipo extraordinario, con los pacientes más valientes… Yo estaba en las nubes con esta oportunidad que se me presentaba y estaba convencida que era el camino que yo debía seguir. Y sabía que haría un buen examen de grado.


En esos precisos momentos conocí a Lutz. Y vino a darle la vuelta al mundo que tanto me había costado construir. Nos enamoramos. Yo sabía que él sería la persona a quien yo acompañaría siempre. Lo quería como padre mis hijos. Lo quería para mí donde fuera y como fuera. Y eso significaba marcharme a Alemania con él.

Renuncié al trabajo de mis sueños, a mi vida familiar, a mis amigos, a Chile, la tierra que me había formado tantos años. Renuncié a todo lo que tenía y había conseguido hasta ese momento. Pocos me apoyaron, aunque mis padres confiaban en mí y sabían que yo no estaba jugando.

Él se iba unas semanas antes que yo a Alemania. Me prometió que me llamaría todos los días, al despertarme y antes de dormir. Le pedí que cumpliera. De hecho, me dije a mi misma: si cumple su palabra, me voy. Y así fue. Durante tres semanas seguidas, mientras yo estudiaba a conciencia mi examen de grado, no hubo un solo día que yo no recibiera su llamada dos veces al dia.

Llegó el día del examen, un 27 de mayo del 2006. Y al día siguiente, me subí a un avión que me llevaría a Hamburgo y dejaría todo atrás. Hacía exactamente una semana que había cumplido 25 años.

No hay amor sin renuncia. No hay amor sin riesgo. Es más, no hay amor con garantías. Podría haberme equivocado, me podría haber ido muy mal y haber tenido que volver con el rabo entre las piernas. Me estaba arriesgando demasiado. Pero a la vez no podía dejarlo pasar. Algo muy dentro de mí me decía que eso era lo que debía hacer, a pesar de los riesgos. Renuncié a mi “reputación”. Muchos me tildaron de “loca”, en el mundo tan conservador que me rodeaba. Muchas amigas incluso me dejaron de hablar y nunca sabré si fue por una especie de envidia o porque no sabían cómo “manejar” la situación de la “amiga a quien se le había ido la olla”… Con el tiempo, con estas cosas, y por este mismo amor verdadero, te das cuenta también de quienes son realmente tus amigos.




Lutz también tuvo que renunciar. Podría haber seguido su vida surfer de alma nómada y pedirme “ir” con él y yo tener que aguantarme. Pero decidió quedarse en Hamburgo para hacerse cargo de los dos. Teníamos 25 y 26 años. Éramos jóvenes y estábamos muy enamorados. Sabíamos que no estábamos jugando a ser adultos ni a vivir una historia más de amor que quizás acabaría bien. Esta sería la nuestra y la única. La verdadera. Porque significó mucha renuncia.



Lutz renunció a su carrera en las Naciones Unidas. Había empezado en Chile y le habían ofrecido un doctorado en Alemania con una consecuente movida a El Salvador. Y yo, sin entender qué podría hacer por mientras. Pero él quiso hacerse cargo de los dos y decidió trabajar en una empresa que nada tenía que ver con sus estudios ni con lo que había hecho hasta entonces. Renunció a su carrera, a su doctorado, a su vida nómada y a sus sueños. Gracias a este nuevo trabajo tendríamos un sueldo para los dos mientras yo empezaba a aprender alemán y sopesaba qué oportunidades habían para mi. De momento, solo cuidar niños en familias que quisieran una aupair hispano-parlante. Pero me iba mal: al enseñar mi curriculum no me aceptaban, siempre por la misma razón: ¿Qué hacía yo allí, cuidando niños o haciendo casas si debería apuntarme en la Uni y seguir con la carrera? No querían una chica que al cabo de unos meses se daría por vencida.


El comienzo fue duro. Muy duro. Con la llegada del invierno en Hamburgo se fue apagando ese enamoramiento del principio. Los días cada vez más oscuros, fríos y grises. Las clases de alemán intensas y a la vez el inglés, para hacerme entender. Las preguntas constantes de los demás “¿qué haréis?” “¿os vais a casar?” “¿cuánto tiempo vais a seguir así?” La falta de amigos, de mi familia, de mi cultura. La falta de rutina. La falta de mi carrera, la falta de trabajo. La renuncia a todo lo que había sido y hecho hasta este ese momento. Teníamos una vida tan cómoda, una zona de confort donde todo era predecible. Tenía el trabajo de mis sueños en mis manos. Y ahora, no tenía nada… ni siquiera sabía si este chico me seguiría queriendo al verme así, con este desencanto.

Lutz por su parte, llegaba tarde, cansado, desganado por trabajar en algo que no le gustaba. Sentía presión por sostenernos a los dos y además tener que aguantar a una chica que lloraba todos los días, que no sabía para dónde ir, cómo ganar unos euros extras para colaborar, ni siquiera cómo hacer amigos. Yo estaba paralizada. Poco a poco, ese amor tan fugaz se estaba yendo abajo y empezaron las primeras discusiones, las primeras dudas.


Y en medio de ese remolino, Lutz me pidió casarme con él.



No hay amor sin renuncia. Él sabía que casándonos estaríamos los dos oficialmente remando por el mismo barco. Nuestras fuerzas se unirían y entonces no habría vuelta atrás. Los dos nos juraríamos lealtad y fidelidad ante lo bueno y lo malo, la salud y la enfermedad. Las cosas tendrían más sentido, y quizás serían más fáciles. Y así fue. 


Nos casamos un año y cinco meses después de habernos conocido por primera vez. Y ya hemos cumplido 10 años desde entonces. Nuestra historia es larga (quizás me animo a escribiros más) y está llena de subidas y bajadas, de buenos y malos momentos. Pero cada cierto tiempo, los dos nos acordamos de esta historia de amor. La única, la nuestra. Siempre pensamos lo mismo: lo mucho que tuvimos que renunciar para seguir juntos. Para formar una familia, para construir una empresa, para ser lo que somos el día de hoy.





Yo he tenido que renunciar para ser la persona que soy ahora. De nada me arrepiento. Sé que volveré a trabajar en lo mío, cuando la crianza se acabe y cuando toque. Sé que me esperan cosas grandes y las haré. Porque he sabido esperar. He sabido renunciar a lo que más quería. He sabido arriesgarme y he tomado decisiones. También he tomado el riesgo a equivocarme. Esto lo mueve el verdadero amor. El mismo que me llevó a ser madre. El mismo que me hace renunciar a otros hombres, a otra vida, a otros sueños. El amor que me ha transformado, me ha hecho más fuerte, más fiel y más profunda. El que me ha hecho encontrar sentido a las cosas.


Nosotros nunca celebramos el día de San Valentín. Es más, ni siquiera celebramos los 10 años de casados y solo hemos celebrado una vez nuestro aniversario. Y os reiréis si os digo que incluso nos hemos olvidado de estas fechas “tan importantes”. Pero el amor no empieza a existir un día concreto.


El amor se construye amando, queriendo y renunciando.


bottom of page