Loreto B. Gala
La magia no está en el chocolate.

Cuando éramos pequeños, mis hermanos y yo esperábamos con ilusión la Navidad, no por los regalos, precisamente. Porque paradójicamente, la llegada de los Reyes significaba la vuelta al colegio, la rutina y la larga espera de las siguientes vacaciones, en Semana Santa.
Pero la Navidad estaba llena de sorpresas. Las tardes con la abuela, llenas de magia. Cada día, el recogimiento del frío hacía que surgieran planes nuevos. Churros con chocolate, castañas asadas, la puesta del Belén y los villancicos infantiles que ponía el abuelo en el toca discos. Era la única época del año en la que hacer ruido con la zambomba y la pandereta estaba bien visto. (No me olvido del "champán de la Ita", que bebía nuestra bisabuela, que no era más que sidra sin alcohol, pero que se nos permitía probar unos chupitos durante las cenas.)
Lo que más me gustaba a mí era ir a ver las luces del Corte Inglés de Plaza Cataluña y los belenes en los escaparates de las tiendas. Todos ellos eran diferentes pero traían la misma sensación de paz. La Navidad estaba ligada, a mis ojos de niña, a una dimensión espiritual que estaba empezando a despertar en mí. Era esta época del año que abundaba la sensación de que algo bueno iba a pasar y empecé a entender el significado de la palabra “esperanza”. El mundo era bueno. Las personas eran buenas, ese Niño recién nacido era un símbolo de bonanza y renovación.
La Navidad, sobretodo, era un deseo de hogar.

Todo empezaba con la elección del Almanaque. A mi hermana y a mi nos gustaban los Nacimientos dibujados a mano y pintados probablemente con acuarela. Lo colgábamos en la cocina, donde comíamos “Los Tres Cerditos” (en esa época éramos solo tres y así nos llamaban cariñosamente). Cada día le tocaba a uno abrir una ventanita. Y ahí estaba la sorpresa diaria. Nada de chocolates, ni golosinas, ni regalos. El regalo venía de la mano del ilustrador y su capacidad para dejarnos asombrados.
Un pastorcito, un tambor, una pandereta… todos los dibujos detrás de esas ventanitas eran para nosotros verdaderas obras de arte.
Aunque el afortunado era el que abría el día 24, la ventana más grande.

Muchos años después, cuando me tocó a mi ser la mamá comprando calendarios de adviento me estrellé contra la desilusión. Sólo habían con chocolate, plastificados y dibujados con poca atención al detalle. Hechos por marcas de supermercados o como mucho, de las mismas chocolaterías. Para cada día había una figura de chocolate diferente, pero tan pequeña y tan mal hecha que muchas veces había que adivinar de qué se trataba. Me acordé que en Alemania los almanaques seguían vendiéndose en las papelerías y que era normal encontrarlos. Todos hechos a mano generando la misma ilusión de cuando éramos pequeños. Así que me puse a buscar en papelerías donde vendieran productos alemanes, pero la respuesta era la misma: "ya no vendemos". La gente había preferido pasar al calendario con chocolatinas.
Hasta que di de casualidad con una juguetería en la calle Balmes. Allí estaban: los originales. Los de toda la vida. Son más caros, pero los guardaremos y los coleccionaremos cada año, como recuerdo.


La magia está en la espera.
En Alemania del Norte, el tiempo de Adviento se concibe de otra manera: es tiempo de reflexión, de paz, de espera. Es tiempo de estar con uno mismo, en el silencio.
Choca un poco con el ruido de las panderetas y zambombas, los churros con chocolate o las abundantes cenas españolas. Pero una vez que lo has vivido, te das cuenta de su importancia: el año está por acabar y tenemos mucho qué agradecer, reflexionar, perdonar, pedir... La corona de adviento con sus cuatro velas que cada domingo serán encendidas, y que están a las espera de un Niño que quiere renovar nuestros corazones. Ese niño que llevamos dentro y que quiere despertar. Lo debemos oír, acunar, y quererlo.

La magia está en los Villancicos y en las cartas escritas a los Reyes Magos. (hablo en plural, porque todos hacíamos primero "borradores" para preparar bien lo que íbamos a pedir).
Los Reyes en casa dejaban una nota escrita agradeciendo la hospitalidad: que el turrón estaba muy rico y que la copa de vino les había hecho entrar en calor. La firma "Los Reyes Magos de Oriente" era inconfundible. Una letra majestuosa y muy cursiva que apenas se podía leer.
Y sobretodo, lo que me hacía no volver a dudar nunca más de su existencia, era la dedicatoria que me dejaban en los libros cada año: "Para Nuestra Lorela". Nadie más que mis padres y mis abuelos me llamaban así. ¡Tenían que ser realmente magos como para saberlo!

El arte de hacernos creer. De llenarnos de ilusión. De generar magia en nuestros corazones de niños. Todo esto eran las Navidades en casa.
Realmente, lo que yo pedía en mi carta no era lo que recibía. Pero lo que yo recibía, con aquella dedicatoria, con esa letra tan característica, los turrones roídos y los vasos de vino a medio beber... Esa era la Navidad.

La magia definitivamente no está en el chocolate, ni en los regalos. Ni siquiera en las cenas. La magia está en nosotros. En nuestra capacidad de asombro. En las cabecitas reunidas frente a un pequeño dibujo, las manos que lo pintaron, el espíritu que representa.
La magia está en la familia, la calidez y la compañía. En encontrar el verdadero sentido a la espera: El nacimiento de un niño en nuestros corazones que nos permite creer, ilusionarnos y emocionarnos con las pequeñeces que realmente importan.
Esta es la magia que nunca se olvida.