Loreto B. Gala
No volveré a tener miedo.
No estamos solos.
Es lo primero que pensé una vez pasado el pánico de la incertidumbre: la menor de nuestras hijas estaba ingresada por un cuadro infeccioso sin saber el foco ni la causa. Fueron unas horas, días, de mucha tensión.
Tener a tu hija de catorce meses sujeta a una vía para bajar la fiebre y a una serie de medicación endovenosa para frenar una infección a "no sabemos qué" y aún así no ver una mejoría, fue una pesadilla para nosotros.
Habíamos llegado con Ada al servicio de urgencias de Teknon. Tenía 40 de fiebre cuando llegamos al San Juan De Dios, pero justo ese día habían colas de siete horas y mi marido y yo no lo dudamos. Llevábamos "esperando" cuatro días a que le bajara la fiebre y no queríamos esperar ni una hora más.
En Teknon, en cambio, todo fue más rápido.
"Con está analítica tan alterada la dejamos ingresada". Esas palabras del médico me rebotaron como balines. Sentí que se me caía el mundo a los pies.
Lo de pincharle en esos bracitos aún tan cortos ya había sido una tortura para ella y para nosotros. No había forma de encontrar una vena que pudiera darnos un pequeño resumen de lo que llevaba adentro. Ver a tu bebé gritar, llorar y sudar como nunca lo has visto en tu vida es terrible. Pero aún más cuando te dicen que no puede volver a casa.
Era la una de la mañana y el cansancio nos tenía consumidos. No podía imaginarme que significaba aquello de "analítica tan alterada". Mi marido y yo no nos dijimos nada pero los dos pensábamos lo peor.
Una vez en la habitación de la clínica que para nosotros no era desconocida (solo había estado felizmente "ingresada" debido a los partos), el protocolo y lo que siguió después se convirtió en una auténtica pesadilla.
La cuna, los cables, la máquina ... la inmensidad de ese cuarto oscuro solo iluminado por la bomba y el cansancio me ahogaron. Verla ahí tan pequeñita hirviendo de fiebre, conectada a esa máquina que intentaba volverla a la normalidad... parecía un cuadro del Greco. Distorsionado:
"esto no es la realidad. No me puede estar pasando" es lo único que me pasaba por la cabeza.
Hasta que llegó una enfermera a medirle la fiebre. Había llegado a 41. Llevaba un par de horas con medicación y en cambio la fiebre seguía subiendo. La enfermera me miró alterada y salió rápido del pasillo. A los dos segundos se abrió la puerta del cuarto oscuro y una mano me entregó una palangana con trapos húmedos. "Le vas poniendo sobre las piernas", solo escuché. La puerta se volvió a cerrar y volví a quedar a oscuras.
Me invadió un pánico incontrolable. Solo pude echarme a llorar como una niña. No era capaz de moverme. Cuantas veces he puesto toallas húmedas a mis hijas para bajarles la fiebre, las he cuidado, bañado, cogido en brazos... pero esta vez no era capaz. Me empecé a mover de un lado a otro de la habitación sin saber qué hacer. No me sentía capaz de ponerle esos paños en las piernas. Y me di cuenta lo frágil que soy.
Yo, que siempre me había considerado tan fuerte.
"No soy capaz de vivir esto."
En la soledad de ese cuarto me encontré con mi yo más débil. El más cobarde. Odiaba no poder ser más fuerte, ni poder calmarme, ni poder neutralizar mi cabeza... Eran las tres de la mañana, y no podía acudir a nadie. Las enfermeras no me arroparon como yo me esperaba. No encontré ni una palabra de aliento en ningún lado. Sentí una soledad aterradora, que nunca antes había sentido.
"Estoy muy asustada". Le escribí a mi hermana que vive en México. Ella seguro que estaría despierta. Pero sus respuestas no conseguían aliviar mi dolor. Me invadía el miedo y con ello la inmovilización.
Hasta que por fin decidí hacer algo.
Mi marido había metido un rosario en la maleta para la clínica. Lo habíamos comprado de recuerdo a un lugar que conocimos este verano en el sur de Alemania. Lo cogí entre las manos y lo apreté con tanta fuerza, como quien agarra fuerte la mano de un padre y no puedes soltarla. Me senté en la butaca mirando a mi hija que por fin dormía. Y ahí, en medio de ese silencio, con la luz de la bomba y el rosario en mis manos, sentí paz.
"Dios no me va a dejar sola aquí. Ni a mi ni a ella."
De repente me invadió ese convencimiento.
En medio de esa oscuridad, de la incertidumbre, de la tenue luz de la bomba. En medio de mi miedo, sentí serenidad. La serenidad que necesitaba para poner los trapos húmedos en las piernas de mi bebé. La tranquilidad que buscaba para darle fuerzas a mi hija, a mi marido, a mi madre...
Sentí la calma para rezar. Y recé con toda la fuerza de mi corazón un rosario que me supo corto. Y un segundo rosario que consiguió suavizar más mi miedo.
Hasta que por fin pude mirar las cosas con otra perspectiva. Desde la profunda soledad y el pánico aterrador sentí tranquilidad. Sentí un abrazo y una compañía inquebrantable. Con ese sentimiento pude cerrar los ojos y descansar.
Al día siguiente todo se veía mejor. La fiebre no bajaba, el foco de infección no se detectaba. En realidad, todo seguía igual de incierto. Pero no dudé en la fuerza de la oración. Pedí a nuestros amigos que rezaran. Pero que rezaran de verdad. No me bastaba que me mandaran "buenas vibras". Yo quería un rezo al cielo, a Dios, para que acabara ya la pesadilla. Y así se hizo.
Mi marido y yo seguíamos sin decirnos nada. Ninguno quería desanimar al otro y a la vez nos moríamos por desahogarnos, pero preferimos mantener la distancia. A los dos nos dolía mucho ver a nuestra tercera hija en ese estado. Curiosamente, con la tercera hemos tenido más miedo que con las demás. Como si pensáramos que esto es una ruleta rusa... "nos tiene que tocar, porque no nos ha tocado antes".
Al tercer día de ingreso empezó a bajar la fiebre, aunque no se iba del todo. Esto significó para nosotros un pequeño consuelo. Y por fin nos sentimos preparados para hablarnos.
"Hoy soy más fuerte que ayer" me dijo mi marido. Tenía a Ada en brazos y al verla sonreír le vino la certeza de que todo estaría bien. "Qué más da si la empresa vende más o menos, si llegamos o no a fin de mes, si compramos o no una casa, si Cataluña se independiza o no..." nos decíamos. Lo único que importaba era ver a nuestra pequeña de vuelta a la normalidad.
A mi me costó decirle lo que yo había aprendido de todo esto... Pero él ya había abierto su corazón y yo quise seguir abriéndolo. "No volveré a tener miedo", le dije. Me dije.
No volveré a tener miedo porque no estoy sola. No estamos solos. En la infinidad de la incertidumbre y el miedo, sabemos dónde encontrar consuelo. No hemos venido a este mundo para vivir en agonía. El poder de oración va mucho más allá de lo que creemos, nos han dicho o nos han enseñado. Es por esto que no dejo esta práctica: orar, rezar o pedir a un ser que existe y lo es todo, sin que lo vea. Y es precisamente en la oración cuando lo sentimos y dejamos de dudar su existencia. Porque una vez que lo "sientes", su presencia es tan envolvente que no lo puedes ignorar.
Quizás es un autoengaño, como bien explicaba Nietzsche, que la fe en un Dios al que no podemos ver es una necesidad creada por el hombre para poder explicar causas inexplicables. Pero a mi me sirve. Me sirvió tener esa fe. Estar segura que no estamos solos.

Al cabo de seis días, sin saber aún el foco ni la causa, pudimos volver a casa. El capítulo de Ada no está cerrado del todo. Ha ido haciendo picos de fiebre y otros síntomas menores. Tenemos que darle tiempo, puesto que no sabemos qué virus o bacteria causó la infección. Pero los seis días en la clínica, el miedo que sentimos, el desconsuelo de la incertidumbre, todo parece como si hubiera sido una pesadilla de la cual hemos despertado.
Desde entonces, cada noche pienso en esas familias que tienen a sus hijos hospitalizados pasando ratos mucho peores que los nuestros. Pido por esos padres valientes que a mis ojos son verdaderos héroes. No están solos. Quisiera poder hacerles llegar el poder de la oración, porque existe. El verdadero milagro no ocurre cuando el hijo se recupera de un enfermedad, ocurre cuando sus padres y la gente que lo rodea encuentra la calma y la paz en esa situación tan adversa. Cuando el amor se hace sentir tan fuertemente a pesar del dolor.