Loreto B. Gala
Sobre el colecho y otras historias de amor.
PARTE I
“Nuestros niños no dormirán nunca en nuestra cama” Es la primera frase que dijo mi marido cuando llegamos a casa con Mar recién nacida. Yo había oído lo negativo que era que los hijos durmieran con sus padres, principalmente por dos motivos:
porque se acostumbraban y porque la relación de pareja se podría estropear.
A parte del riesgo (me decían) de aplastarlos mientras duermes, cuando son tan pequeños.
Yo, a los 27 años siendo madre primeriza hice caso a todo lo que me decían. El pediatra que tenía era de los mejores médicos que había conocido en Alemania. Era padre de tres niñas y nos contó que sus hijas dormían en sus habitaciones desde las 8 semanas, cosa que él siempre recomendaba hacer, porque era mejor para todos.
Así lo hice con Mar y con Sophie. Las tuve en la cuna pegada al lado de mi cama hasta las 8 semanas de vida. A partir de ahí las pasamos a su propia habitación. Me despertaba cada tres o cuatro horas para darles pecho y me volvía a dormir (generalmente me tardaba un buen rato, para cerciorarme de que realmente la pequeña dormía). Había noches en las que me levantaba más veces seguidas y en las que dormía muy poco. Al día siguiente, como no tenía horario fijo para trabajar, dormía con ella durante el día.
Recuerdo sobretodo las noches de estrés cuando se despertaba y no dejaba de llorar. Ponernos nerviosos los dos: “te toca a ti”, “ayer estuve yo dos horas con ella” “mañana tengo reunión a primera hora”, “no puedo más”. Haciendo turnos entre los dos, contando hasta treinta para no perder la paciencia, con la mano cogida a ella y la cabeza apoyada en la pared, en su cama, en el suelo… haciendo malabares para salir de su habitación y que no crujiera la puerta o se oyeran los pasos en el suelo.
Algo dentro de mí me decía que, a pesar de todo, estábamos haciendo lo correcto: los hijos deben acostumbrarse a dormir en su propia habitación. Todos tenemos que pasar por el aro.
Y algo en mi decía justo lo contrario: Esta personita tan dulce y aún tan pequeña me necesita tanto, tanto y yo la estoy apartando de mi lado.
Otra vez, la razón rápidamente me decía: no somos como animales que duermen todos juntos en un establo… A lo que contestaba mi corazón con su instintivo racionamiento: pero somos mamíferos que podemos amamantar a nuestras crías y nos nutrimos emocionalmente de este contacto físico.
Y así con las dos mayores, hasta que llegó la tercera.

Mi hermana, que es una madraza de cuatro hijos, me hablaba que ella parecía como una cerdita con sus cerditos, que mientras el pequeñito mamaba, las otras dos (también pequeñas) jugaban encima suyo… La imagen me dio mucha ternura. Su marido, entre bromas sobre los cerdos, proyectaba la misma ternura con las historias que me contaba. Y me dio una especie de celos de no haber sentido algo así antes. Siempre había permanecido bastante estricta con la lactancia y el sueño. Cuando le comenté que me cansaba tanto tener que levantarme de la cama para ir a dar pecho, ella me preguntó “¿que no duerme contigo?” “Si, en su cunita, al lado mío”. Entonces me contó con toda la naturalidad que ella durante la lactancia siempre se ha quedado dormida con sus bebés enchufados toda la noche.
Y me acordé de mí, 8 años atrás, luchando con mi “yo emocional” que me recordaba lo buenos mamíferos que somos… Tenía razón. ¿Cómo es que antes no lo había intentado, al menos?
Me daba miedo aplastar a mi bebé. Mi hermana me decía que eso no era posible porque una se mantiene inconscientemente alerta, pero durmiendo. Así que empujada por el ejemplo de mi hermana, decidí dormir con Ada pegada a mí. Dejé las persianas más abiertas para que entrara más luz y así pudiera verla con facilidad, y encontré la postura en la que yo podría dormirme sin hacerle daño.
Recuerdo –ahora con cierta emoción- despertarme después de la primera noche y verla: los ojitos semiabiertos, semivigilantes. Su carita dirigida hacia mi pecho. Su cuerpo tan pequeñito y tibio, su respiración rápida y su inmensa presencia reinando mi lado izquierdo. Y me enamoré de ella. Me enamoré de esa nueva madre y esa nueva hija que habían nacido prácticamente juntas.
Y lo mejor: no pasó nada malo. Ni aplasté a mi bebé, ni me mantuve en vela despierta. Las dos dormimos plácidamente, una pegada a la otra, lo más parecido a lo que apenas 24 horas antes estábamos acostumbradas. Casi de manera simbiótica. Y entendí el porqué de las madres que defienden el colecho. Hace 10 años ni si quiera sabía que existía esa palabra.

Y os lo digo abiertamente: me equivoqué con las dos mayores. Me equivoqué al pensar que dejarlas llorar e intentar que mi raciocinio prevaleciera a sus emociones, sería la manera de educarlas. Es más, me equivoqué si quiera pensando que podría educar a un bebé.
No somos madres ni padres perfectos. Nadie nos dice cómo hacer las cosas y a la vez recibimos opiniones por todos lados. Y lo queremos hacer todo a la perfección.
Lo único bueno de todo esto es saber a ciencia cierta que a pesar de los cabreos y llantos nocturnos, no hubo ni una sola noche que no pensara “cuánto te quiero”.
Hagamos lo que hagamos, el corazón lo tenemos ahí puesto. Y eso es lo que cuenta.
